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miércoles, 30 de abril de 2014

Las oscuras nubes vuelven a asomarse en el horizonte

Sobre el pórtico de mi puerta esperaba, tal vez, lo que sería una tormenta más en el tradicional paisaje de mis días. Últimamente había gozado de atardeceres soleados, pero bien se sabe, el sol es un milagro cuyo final se pronostica con un dulce ocaso, mas la tormenta siempre vuelve.
Se le hizo costumbre venir, a su viento tirar mis portones, a su tempestad destruir mi casa, y a su lluvia, mojarme la cara por debajo de los ojos. Como si no existiera otra casa en el mundo que destruir, otra cara que mojar.
Es algo que se sabe, uno no es único en el mundo, pero por alguna razón, se sienten tan personales las penurias, tan propios los dolores, que comenzamos a ignorar que quizás a otras personas les pasa lo mismo. ¿Por qué todo es tan gris a mi alrededor de repente? ¿Por qué los colores de mi sonrisa se destiñen con el paso de las lágrimas que tuercen la mueca?
La existencia se propaga en muchas formas, dando comienzo a sinfín de risas que se apagan y llantos que se ahogan. Somos maniquíes de la mente, maniquíes de un grupo, siempre atados con hilos que no podemos romper.
¿Pero a qué vienen las caídas cuando uno no tiene más que ofrecer? ¿A donde cae una lágrima cuando no hay suelo, y existimos flotando sobre el vacío?
Es difícil analizar la tormenta, una vez que viene, pensamos en cuanto nos costará afrontarla, soñamos con no permitir que nos afecte del todo, pero a veces, sus rayos son una fuerza que no podemos resistir ni con el mejor de los cables a tierra.
Entonces comienza uno a rearmar su casa, suspira, y tabla por tabla comienza a reconstruir lo que la tormenta tiró.
Así es la vida, se dice, y se retorna a colocar, tabla por tabla, lo que la tormenta no dejó en pie.

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